domingo, 30 de noviembre de 2008

CEGUERA: Cuando una película no termina de funcionar a causa del público

Hace algún tiempo –años ya- presencié un espectáculo espeluznante. El hombre, de espaldas a nosotros, miraba hacia el vacío de quienes lo contemplaban en el otro lado. Su rostro parecía esperar la violencia que de inmediato iba a sufrir, y hacía un evidente acopio de valor. Luego sucedió: uno tras otro los golpes cayeron sobre él, entre los gritos o la impotencia de quienes lo veíamos, cerrando los ojos para no seguir sufriendo nuestra propia dosis de dolor.

SI no se ha notado, hablo de la escena de la flagelación de la sangrienta Pasión de Cristo. La vi una tarde de domingo, en una sala semivacía, excepto por dos madres irresponsables y sus hijos menores de diez, tres o cuatro civiles más, y un buen número de sacerdotes y monjas, a rosario y llanto, ya imaginarán. A nadie se le ocurrió en ese momento supremo hacer un mohín de menosprecio al dolor de Aquel, ni siquiera a mi -entonces- atea ex-novia, quien lloró como el que más, transida por lo duro de la escena.

Claro, hubo algunas risas después, en un momento, el único cotidiano y familiar –la absurda escena de la mesa- pero nadie tuvo la idea de reírse mientras le daban vuelta a la cruz, o cuando Aquel gritaba suspendido de ella. A partir de lo que vi ayer, y comento enseguida, asumo que tiene que ver con el conocimiento universal de lo sucedido ese viernes hace dos mil años. Y a nadie lleva a las risas.

Ayer vi Ceguera, una peli que esperé con ganas desde el momento de las primeras promociones. Director latino en crecimiento, buenos actores, un librazo como base argumental, todo pintaba bien. De hecho la película no me disgustó completamente, aunque flojea en un punto que te corta un clímax final muy, pero muy diluido, tal vez –y lo comprobé- apto únicamente para los que leímos el citado librazo.

Vuelvo a la cinta ahora, pero tengo que decir algo que justifica plenamente el largo intro. No había visto a la gente reír sin sentido tantas veces en el cine en medio de escenas que de risibles no tienen absolutamente nada. En Ceguera –y mejor en el Ensayo sobre la Ceguera- leo  historias sobre la rutinización de la barbarie, la caotización de la sociedad sometida a lo inesperado, la banalización de siete mil años de civilización humana por un acaso que parece anular nuestra capacidad como especie para adaptarse. Nunca esperé sentir que además sirve para aflorar nuestra propia capacidad de banalizar la tragedia, y la desubicación de nuestro sentido del humor hasta la –para mí ahora es posible- carcajada en el Gólgota.

Grupos de ciegos rodeados de una montaña de porquería, caminando sin saber donde, tropezando penosamente con lo que no pueden ver; la especie humana privada del –está ahí demostrado- más fundamental de los sentidos, es objeto del escarnio público. ¿Error del director? Evidentemente: no supo manejar la tensión del argumento para provocar lo que debía en todos, no únicamente en los que sabíamos de que iba la historia. Tal vez este es el bajón más grave de la película, que por lo demás me entregó la atmósfera infecta e insoportable del Manicomio, y la locura masificada de la ciudad convertida en un habitáculo absurdo de calles abarrotadas y casas vacías.

Sí, la película tuvo un error. Pero el público es quien estaba realmente equivocado. Imagino que este es el costo de Magaly, Laura, I Bet You Will, Jackass y todos los triunfantes esfuerzos de la estupidez humana por banalizar el dolor, el ridículo y el absurdo. Lo han logrado, me rindo ante la evidencia. A la gente le importa nada lo que le pasa a nadie, excepto a ellos.

Y entonces la grita de la cinta y la novela se vuelven más insoportables para los oídos sensibles: ¿Y qué haremos si nos pasa a nosotros? ¿Esperamos ser el Pabellón 3 ardiendo, pagados con la misma moneda de dolor y menosprecio? Aunque fallida en parte, Ceguera, y mejor el libro –de lectura nunca antes más obligatoria- nos ponen ante la evidencia de toda la historia de la humanidad, ante todos los niveles de barbarie de que somos capaces, por miedo, por desprecio, por arrastre. Todos podemos ser el pabellón 3: sometidos por gusto, por necesidad o por mala suerte, a la extracción de nuestras más preciadas características humanas.

WALL-E, o la vida secreta de las máquinas

Cuando supe que existía una película sobre robots creada por Disney-PIXAR, me dije que debía verla. Muchas cosas que no vienen el caso no me dejaron hacerlo en el cine. Así que hace poco me senté en la sala de una casa muy querida para echarle una primera mirada.

Me quedé sorprendido -nuevamente- por la inmensa habilidad de ese club de freaks para contar historias actuales  e incitantes a través de cosas tan sencillas, tan comunes y tantas veces contadas.

Es costumbre de PIXAR evitar el protagonismo de humanos: los muñecos del cuarto de Andy, los monstruos del armario, los peces del acuario, los autos y ahora las máquinas en general. Porque además de ser la historia de amor más extraña –y extrañamente más común- de las últimas contadas, es la historia de las máquinas. Una lectura bizarra de la interacción entre las máquinas y el hombre.

En toda la película las veo ocupar el papel protagónico. Y en el momento climático me pareció ver mucho de Asimov –Yo Robot- o Kubrick –Odisea en el Espacio: las máquinas asumen un papel tutelar sobre la raza humana, cansadas de ver la ilógica trampa que son nuestras vidas.

El despertar del obeso capitán del Axioma es ilustrativo: ¡Caramba! ¿Qué hicimos con el planeta? ¿Qué podemos hacer ahora? Los humanos, a través del progreso más grande, llegamos a la postración más vergonzosa: convertidos en apéndices de las sillas robot que proporcionan una vida de idilio, que nada tiene que ver con una digna de ser vivida.

¿Cuál es el milagro de esta película? Contar una historia simple, sin aspavientos, haciendo que la espectacularidad de la animación se convierta en el marco de lo que es verdaderamente importante: la historia de la redención de toda una forma de pensar, por otra más simple, y más humana. La asepsia de EVE y su mundo perfecto, tropiezan y se mejoran con la suciedad, simpleza y profundidad de la vida de Wall-E y su cucaracha.

La vida como debe ser vivida: sin pretensiones absurdas, sin vergüenza y con mucha sinceridad.

MAMMA MIA: Un viaje a la inocencia (en clave de Sol)

Fui al cine a ver la película de Phillyda Lloyd sobre el musical basado en canciones de ABBA –complicado, ¿verdad?- hace ya varias semanas; las he necesitado para procesar en mi cabeza una cinta con pocos méritos, que sin embargo, me tocó.

Sean dichas las cosas, soy aficionado al cine difícil –europeo, oriental o yanqui independiente, incluso el latinoamericano bueno. No pretendo ser un peso pesado, pero algo bueno he visto en mi vida, y eso me ha obligado a seguirlo haciendo. Durante años rechacé el cine comercial –los años malditos de todo el mundo- y a duras penas lo acepto ahora.

Sin embargo fui a ver esta como quien satisface una fantasía de placer culposo. Porque incluso la más dura de las metaleras recordará con sonrisas su disco de Menudo; el ejecutivo de la financiera sonríe con la memoria de Guillermo Dávila; y una buena parte de mi generación abre el pecho cuando escucha Dancing Queen o Waterloo.

Tal vez ESE sea el truco de esta cinta, mala como pueden serlo las malas pelas. Es simple, casi chabacana en algunos de sus planteos, con final de cine adolescente, con voces ESPANTOSAS en muchas canciones, y –como dijeron en alguna crítica leída antes de verla- coreografías de jardín de infancia. Vista con ojos de ácido espectador cultista, vaya, pues apesta a truco publicitario. Pero si uno se desapasiona, y se sienta en la butaca con ganas de escuchar  las canciones, o simplemente de reírse y lloriquear un rato, pues…

… simplemente es ¡magnífica!

Me acuerdo de mis 6 ó 7 años, tarareando sin comprender muy bien las canciones de ABBA mientras veía los especiales de vídeos temprano en los sábados o domingos por Canal 6 –en Arequipa. Y eso me hace mover la cabeza como loco en la sala, y cantar las canciones –cuyas letras por fin aprendí- y divertirme cuando comprendo las bromas tontas que el guión deja por ahí. Y si, me río con las coreografías, porque son las que harían mujeres comunes bailando por la calle –you can dance, you can jive, having the time of your life!!- y las que yo hacía con mis amigos mientras cantábamos cualquier canción, encerrados con una guitarra vieja y una tonelada de inocencia.

Es verdad. Resulta mucho más magnífica si tú relacionas alguna parte, o muchas partes de tu vida con la música de estos suecos. Eso no resulta difícil si has empezado tus treintas hace poco tiempo, o estas sentadito en los primeros cuarentas, o cincuentas, o sesentas.  De hecho fui a verla al cine con mi papá –rarísimo placer que debiera yo repetir- y ambos -33 y 63- salimos tarareando las canciones que más nos gustaron.

Supongo que si algunos de mi edad se derriten con La Inolvidable, yo pertenezco a quienes lo haríamos con The Unforgettable, así, en inglés. Entonces, a quien comente este le pongo la misión de calificarse dentro de una escala de compleja definición. Porque el redactor lo hace.

Yo he llorado con Mamma Mía.